“Ahora sé que los deseos de cumpleaños si se cumplen,
por fin encontré un final para mi historia…”
Le había rogado durante toda la semana a
Catalina que no me preparara una fiesta de cumpleaños. Pero sabiendo lo terca
que era debí imaginar que invitaría a mis amigos para celebrar. En fin, no me
quedó otra que aceptar la torta y los regalos.
Habían decorado mi casa con algunos globos, y
la habían limpiado al extremo. No podía quejarme en ese aspecto. Me habían hecho
un gran favor limpiándome la casa.
–Gracias, muchachos. Gracias en verdad –dije,
mientras saludaba a los amigos y a los desconocidos que estaban presente, con
una sonrisa fingida.
Fui a la cocina y saludé a mi esposa –que por
cierto estaba hermosísima– con un beso.
–¡Feliz
cumpleaños, mi vida! –dijo Catalina abrazándome y luego me dio mi regalo.
–Gracias,
amor –le di una gran sonrisa y luego un beso. –Bien rebelde eres hasta ahora
¿no?
–Ay, Gerardo, cuarenta años se cumple solo
una vez. Y con más razón se deben celebrar si es que son cuarenta años de
esfuerzo, triunfos y glorias. Y el final de tu nuevo libro pronto va a llegar y
por fin se publicará.
–Sí… Tienes razón, mi amor. Y ojalá llegue
pronto. Voy al baño, ya vuelvo.
–A que
no adivinas quién está ahí…
–¿Acaso me habrás contratado a un travesti desnudista?
Fui hacia el baño y vi que salía Claudio.
–¡Lo contrataste! –le dije a Catalina riendo.
–¡Hey, hermano! ¡A los años! –dijo Claudio. Y
luego me dio un abrazo fuerte como solía darlos cuando éramos adolescentes.
–Feliz cumple pues varón. Cuarenta añasos carajo.
–Otro con los cuarenta –dije mirando a
Catalina. Ella se rió–. Gracias, compadre pero pucha, ahorita quiero mi baño
con urgencia.
–Carajo, uno acá saludando con cariño luego
de tiempo y el otro con ganas de cagar –dijo Claudio y luego se rió. –Te espero
afuera. Oye luego me cuentas como va el final de esa nueva novela que estás
escribiendo… –Cerré la puerta, no le respondí.
Me mojé la cara y el cabello. Respiré
profundo, me miré al espejo, no me sentía bien. No estaba bien. Había mucha
gente y de seguro iba a venir más. A algunos casi no los conocía, a otros,
desde hace treinta años, como Claudio. Hipócrita,
hipócrita mal nacidos.
–Amor, ¿ya sales? Ha llegado Juan Carlos con
su esposa.
–Sí, ya salgo.
Me sequé la cara y las manos. Cerré los ojos
y volví a respirar. Me miré al espejo nuevamente. Las ojeras eran cada vez más
resaltantes. Luego abrí la puerta y me encontré con Catalina.
–¿Pasa algo, Gerardo? –me dijo con preocupación.
–Nada ¿Por qué?
–No sé… Bueno, vamos –dijo, tomándome de la
mano y llevándome a la sala.
Miré su espalda. Estaba más hermosa que nunca.
Y se había vestido como solía vestirse cuando teníamos veinte años. Sensual
pero prudente a la vez.
Salí y vi a más gente. Me dio un pequeño
mareo. De nuevo respiré profundo.
–¡Gerardito! ¡Feliz cumple, compadre! Cuare…
–Ese Gerard ¡Feliz cumple, choche…!
–¡Gracias, gracias! –dije en voz alta como
para que todos me escucharan y cerraran de una vez el pico. Luego saludé a los
que recién habían llegado y fui a la mesa a servirme una copa de vino. Eran
cuarenta años. Y en mis cuarenta malditos años nunca estuve con tanta gente en
mi casa. Ni siquiera cuando cumplí veinticinco. Ese día amigos de la
universidad vinieron a celebrar y también Catalina. Desde ese tiempo ya éramos
pareja y teníamos planes de contraer nupcias. Pero ese día ella desaparecía por
ratos. Yo estaba un poco ebrio. Disfrutaba la fiesta. Reía, bailaba. Me
percataba de su ausencia pero no lo tomaba muy importante. “De seguro que está en el baño”, les decía a sus amigas cuando me
preguntaban por Cata. Luego aparecía de repente y bailábamos. Sensual como siempre pero prudente a la vez.
Claudio me miraba de pronto y levantaba su vaso de cerveza… como brindando por
algo.
–Bueno ¿quién quiere decir algunas palabras?
Desperté de mis recuerdos. Mis amigos estaban
a punto de hablar. Decir cosas que admiraban de mí: recuerdos, momentos
felices, tristes, anécdotas y un sinfín de cosas aburridas y que en verdad eran
estúpidas de evocar. Vi la torta y la velita que decía 40. ¿Por qué no pido mi deseo de una vez y todos se largan? En ese
momento me puse a pensar: Son cuarenta años, mi deseo debe ser algo grande, importante.
Desde ese instante empecé a buscar en mi mente que podría pedir cuando apague
las dos velas. Pero de pronto me desconcentraban los aplausos de la gente. Un amigo
de la universidad había terminado de hablar, seguía otro. No me importaba. Yo
para disimular sonreía y asentía.
Pasó casi una hora desde que se pusieron a
recordar y a elogiarme. Y ahora seguía el famoso Happy Birthday. Me pusieron en medio del borde de la mesa y luego
apagaron las luces. Sólo las velas alumbraban las máscaras de toda la gente.
Catalina a mi costado, me miraba y sonreía. Parecía emocionada. Más que yo se
podría decir. La gente empezaba a cantar. Desafinados, desentonados, los aplausos
en distintos tiempos, una locura total a la que tuve que resignarme a ver y a
creer. Pero finalmente había llegado la hora de pedir el deseo.
–Pide un deseo, Gerardo.
–¡Pide que me suban el sueldo!
–¡Pídete unas flacas para mi cumple!
Pero yo ya lo tenía pensado. Miré a Catalina,
ella nuevamente me sonrió. Con ternura. Y entonces recordé a mi madre cuando me
decía con una mirada triste:
–Pide tu deseo hijito.
–¿Pero de verdad se va a cumplir?
–Claro que sí hijo.
Y luego me miraba con dulzura, creyendo en mi
inocencia, tratando de engañarme, de estafarme. Pero yo sabía que ningún
estúpido deseo se me cumpliría por soplar una vela. Que nunca sería feliz. Así
que nunca pedía un deseo. Cerraba mis ojos, soplaba y fingía estar feliz en
cada cumpleaños.
Apagué las velas de un soplido. Todos o casi
todos aplaudieron. Algunos me abrazaron. Luego se sentaron y otros se quedaron
parados conversando, riendo. Disfrutaban de la música. Otros que no conocía parecían
querer su torta y largarse.
Catalina estaba en la cocina, partía la torta
y la servía con ayuda de sus amigas.
–El pedazo más grande para ti, mi vida.
–Gracias, preciosa.
Nuevamente sonrió.
Me fui a conversar con Alex, un amigo de la
universidad que ahora trabajaba conmigo. Me contaba de un hallazgo en su
tierra. Cerca a la casa de sus padres, habían encontrado una “mina de oro”. En
la parte más interesante se acercó Juan Carlos.
–¿Gerardo, has visto a Claudio?
–No, nada. Lo vi comiendo su torta por ahí
hace rato.
–Creo que salió a comprar cerveza.
–Ya chévere, gracias.
Juan Carlos salió apresuradamente. Yo volteé
y en eso vi los zapatos de Catalina al final de la escalera. Había subido. Ya me parecía extraño. Miré mi reloj.
–Ya vuelvo, Alex.
Subí al segundo piso lentamente. Volteé a
ver la gente, esa no era mi fiesta. Las luces del pasadizo estaban apagadas al
igual que todas las habitaciones. Caminé lento hacia la oficina, estaba
abierta. Así a oscuras abrí el cajón y cogí lo que hace mucho tiempo debí y
deseaba usar. Salí de ahí y caminé nuevamente por la penumbra. Mientras más me
acercaba podía oir ruiditos. Luego distinguí respiraciones agitadas, luego
susurros. Llegué hasta la puerta. El ruido se detuvo. Solo la respiración agitada
seguía. De pronto recordé cuando conocí a Catalina, en la primera clase del
segundo ciclo –en eso momento no pude evitar dejar caer una lágrima–. Nos
hicimos amigos gracias a un trabajo que nos dejaron. Luego salíamos a comer o
al cine. Luego me di cuenta de que era la mujer de mi vida y que la amaba y que
era con ella con quien quería estar el resto de mi vida. Recordé también cuando
Claudio, luego de que le presenté a mi futura esposa delante de todos mis
conocidos, me dijo que esperaba encontrar alguien como Cata, linda, cariñosa,
atenta, inteligente. Yo inocente lo miré y le decía: Ya la encontrarás, broder.
Pero no me imaginé en ese momento que ya la había encontrado. Recordé
nuevamente ese maldito cumpleaños número veinticinco en la que Cata bailaba
conmigo pero que a la vez se reía al ver a Claudio y que él brindaba no por mi
cumpleaños ni por mi salud ni por mi maldita felicidad, sino por lo buena que
estaba mi novia y que no tuvo la necesidad de casarse ni mantenerla para poder
cogérsela. Ellos creían que yo no sabía nada, creían que me engañaban pero yo
no era estúpido y cualquiera pensaría que sí lo fui por compartir a mi esposa y
esperar tanto tiempo para terminar con esto, pero el sentido de mi vida giraba
en escribir una novela. Una maldita novela que empecé a escribir desde que
tenía veinticinco años pero que no le encontraba su final. Pero ahora está a
punto de finiquitar esta historia. Claudio siempre me preguntaba cuando la iba
a terminar y yo le respondía que pronto, era un gran amante de la literatura y
también de mi esposa. Sin embargo su pasión lo llevará más allá. Igual
Catalina: debes publicar esa novela ya,
no sé que esperas. No te preocupes, mi amor, se publicará. Ya no hay mucho
que esperar. Pero lamentablemente no podrás leerla. Pero… ¿para qué? si eres tú
la protagonista. Eres tú la esencia del final… y ese final, es tu muerte.