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domingo, 17 de junio de 2012

Inocentes


Se dispersa el miedo por mi cuerpo.
Los días no son felices ni mucho menos las noches.
Llora, sufre el ver a tu hija agonizando... si nada más puedes hacer.
¿Quién hace daño?
Nadie defiende... y todos atacan.
Tan sólo queda sufrir, correr y esconderse.
¡Quién sabe cuánto tiempo!
Los disparos continuos son las melodías que dan inicio al sueño,
y también a la pesadilla.
Llora, sufre el ver a tu hijo siendo llevado.
¿Qué puedes hacer? Si no hay marcha atrás.
De un golpe en el suelo quedas.
La vida sigue. Y en los "tiempos libres" ríes por segundos, minutos
y con suerte, horas.
¡Ya no basta con rezar! La fe no es suficiente.
Esto no acabará.
La gente hoy no piensa. Hoy no siente.
¿Dónde quedan los juegos y las bromas?
¿Dónde quedan los primeros amores y las travesuras?
¿Dónde queda esa vida por delante?
Si al final de un disparo todo se esfuma.
¿Dónde quedan los sueños?, si de un disparo mueren.
¿Dónde queda la vida de los inocentes?

Nube gris


Envuélvete en tu propia carne.
Sonríe y escucha lo que te advierte.
Sabes que es lo incorrecto,
sin embargo vuelves a pisar en mierda.

¡Qué melodías tan realistas!
Lo siento "nube" gris.
Tendré que apropiarme nuevamente de usted.
Acostarme y ensuciarla.

Fase siguiente a la inocencia pura
que ya desde criatura
había llegado.
Pues que ha de hacerse
si no se puede regresar al pasado.

 ¡Jódete! constantemente se repite.
Vuelve cada vez más fuerte.
Que ha de hacerse.
Si al frío soy adicto.


Se vuelve cómplice de mi desgracia.


Miro algo en la nada.
No sé que será.
No entiendo aún lo que hago.
Ni sé por qué será.

Está flotando.
Trato de descifrarlo o de averiguarlo.

Ya empiezo a delirar.

Dime "nube” –y así te llamé–:
¿Qué mierda eres tú?

Ismael - Carta de una madre


¿Qué puede hacer la naturaleza
cuando los sueños son fortalezas?
¿Quién morirá en miedo,
quién sufrirá en penas?
¿Quién te borrará de mi memoria
pequeño héroe mío?

Ahora estoy incompleta.
Sólo las lágrimas me acompañan.
!Oh, pequeño héroe mío!,
sé que estás entre brazos de ángeles.
!Oh, pequeño héroe mío!,
aún oigo tus risas.

Aún salgo a ver el cielo en el alba
cuando ya mi sueño ha acabado.
También en el crepúsculo espero tu imagen.
Espero tus risueñas palabras.

¡Oh, Rey de Reyes!
¿Dónde has estado?
Si es tu voluntad,
responde sin hablarlo.

!Oh, héroe mío!,
¡cuánto te extraño!

¿Quién morirá en miedo,
quién sufrirá en penas?
Tu no, Ismael mío.
Tu no...

Seré yo… quien así muera.

Telarañas


Dolores sublimes.
Deseos interminables.
Mi cabeza no soportaba más,
sin embargo seguía ahí sentado.

Distintos perfumes.
Veneno secreto.
¿Creíste que me quedaría?
¿Que no lucharía?

Todo se volvió pequeño.
Todo parecía eterno.
Tan sólo minutos.
Unos malditos minutos sin sueños.

Creí quedar ahí.
Creí soñar ahí.
Pero hablaste y escuche.
No hice oídos sordos.

¿Creíste que me quedaría?
¿Que no lucharía?
La luna vuelve a bajar
y mis sueños siguen tu voluntad.
Sueños sin telarañas de recuerdos

Encuentros


Dejas luego de cada encuentro, una sonrisa en mi rostro.
Un sueño, una felicidad sumada a la egolatría.
Rostro terso, labios preparados para iniciar y finiquitar un beso.
El frío invade nuestros cuerpos.
Solos o casi solos,
contemplamos nuestros egoísmos.
Deseos mutuos,
que desean ser arraigados en nuestros corazones.
Gente inoportuna. Un silencio.
Murmullos y sonrisas.
El tiempo transcurre
y mis labios como imanes son pegados a los tuyos.
Un infinito placer invade el alma.
Pues, el necesario para dormir con calma.
Dolerá el día en que el tiempo de la espalda.
Si supiera el día, preparado he de estar.
Para que las lágrimas no sean mayores que mis penas.
Y viceversa.
Pero ahora he de pensar en ti.
Solo en ti.

Ojos


Los ojos.
Sí. Los ojos.
Nada más que te atormente.
Nada más que te perturbe.
Es repentino.
Sí, tan fácil y repentino.
Libre y solo.
Tan fácil y repentino.
Los ojos...
Sí... los ojos...

Actos obvios


Pues siento morir. Mi corazón romperse. 
Siento caer más y dejarme llevar por la pena de ser 
roca en un camino extranjero.
Pues siento morir. Mi alma desvanecerse.
Mi cuerpo sigue aquí, sin razón aparente.
¿Son mis sueños los únicos que podrían salvarme?
¿O se ahogarían junto con mis lágrimas?
Que se caiga el cielo que estoy listo para el desgarro indoloro.
Para la punzada sutil y tierna. Para llorar y sentirme hecho.
¿Qué queda ahora que sólo estoy solo?
No busco ayuda ni alguien que sea capaz de levantarme la mirada.
¡Si ya todo lo he escuchado! Ya todo he comprendido...
¿Quién se hunde sólo en un naufragio con próximo y fiel rescate?
Pues si, yo.
¿Por qué será que mi corazón late con velocidad al saber que llegará?
Ya es obvio la "obviedad" de mis actos, 
y mi corazón duro se sigue endureciendo.
Adiós soledad y llanto de las ocho en punto. 

Duda


Cambios.
Hesitado de lo que hay en mi ser.
¿Amor?
¿Deseo?
Muerte justa si abres bien los ojos,
y soy abandonado
como un niño por su agobiada
e insensible madre.
Perverso, malo.
Mente absurda.
Lo absurdo de mi mente.
Perdón, lástima interna.
Internamente lastimada.
Lo siento: Fui totalmente egoísta.
Lo más probable: mentí.
Mentí en lo más probable.
Y lo más probable es que te ame.

Recuerdos



Moribundo.
Las sombras amenazan con secuestrarme.
No es necesario, les digo. Con voluntad he de seguirlas.
Frío calan mis huesos.
Tiemblan mis piernas.
Y mis manos sudan el odio a la realidad.
Sueños desparramados, muertos frente a mí.
Cuesta creerlo, cuesta entenderlo.
Bocanadas de fe. Suspiros de desamor.
Espero paciente a que la luz me inhale.
Y me exhale inmaculado, probo.
Ineluctable. 
Decisiones erróneas.
Eremita en mis diáfanos sueños.
Luctuoso frente al espejo.
Moribundo. Huesos nada más.
Cada día que pasa… Vejez.
Carne débil, fácil de degustar.
Inquisición a lo absurdo.
A lo pudoroso.
Sudor. Fantasías.
Vejez corriendo… Putrefacción de mi sabia integridad.
Resignación. Cansancio.
Los ojos se cierran lentamente.
Sí. Dormir junto a la leña de tus recuerdos.
Duele, duele en el fondo del corazón.
Pero jamás podré olvidarlas.

martes, 1 de mayo de 2012

Rituales


      Nadie podía salir de las prédicas del pastor Julio de la misma forma cómo había entrado. La gente se marchaba con una sonrisa. Más firme. Con ánimos. Lista para destruir los propósitos del enemigo. Todos estaban encantados con este nuevo pastor que había congregado a esta iglesia de una forma brusca. Así de pronto. Pero que sin embargo se había ganado el cariño y respeto de muchos.
  Algunos decían que este pastor tenía un don por parte de Dios. Que cada persona a la cual él predicaba, sea en el lugar que sea, terminaba aceptando al Padre. Usaba todas las herramientas aprendidas tras largos años de experiencia y estudios de teología. O simplemente era Dios quien se comunicaba a través de él. Luego este varón o mujer al cual le había predicado, se quebraba. Desnudaba su alma y aceptaba seguir el camino. Muchos de estos ahora congregan en la misma iglesia del pastor Julio y son conocidas por su fiel servicio. Pero siempre cercanas a él. Muchas veces se iba, el pastor con algunas de sus “ovejas”, a comer o a ver una película. Pero lo raro es que nadie lo había visto hacer tales conversiones. Pues, como el mismo pastor lo decía, predicaba en los momentos menos esperados. Nadie tenía la certeza pero la fe estaba por delante. Además ¿por qué sería mentira todo eso?
  También muchas otras personas envidiaban al pastor. Pues él lograba esos milagros que ellos no conseguían con facilidad y terminaban solo criticando y mostrando desdén hacia él. Otros, más bien, lo admiraban pero de una manera ya exagerada. Casi idolatrándolo. El pastor Julio, actuando con humildad, calmaba a sus “fans”. Un hombre recto, íntegro. Que en poco tiempo ya ha trascendido, decían los mayores.   
  Comenzaba la predica. La gente atenta, con la biblia bajo las manos. Palabras y palabras. Versículos, gritos de júbilo. Amén hermanos. Oraciones y canciones. Terminaba todo. Aplausos al Rey. Una prédica excepcional, estupenda, muy fortalecedora. El pastor ya se iba. Todos contentos se despedían de él, menos uno: Jorge. Un joven que congregaba desde hace más de cinco años y que cansado del misterio de este hombre había logrado conseguir la dirección de su casa y decidió ir a saber más sobre él. Se sintió como un delincuente, pero luego se dijo que solo sería para poder conocer un poco más sobre el famoso Julio. Cuando llegó: las luces apagadas. Nadie había llegado aún. La penumbra poseía las calles y un viento suave y frío rozaba su piel que de rato en rato le provocaba escalofríos.
Vio que los vecinos tenían una tocada. Caminó hacia la puerta de la casa del pastor y sintió que se le escarapelaba la piel. Cómo si hubiera cierta energía negativa, aunque Jorge no creía en eso. Trato de ver a través de las cortinas o encontrar algún espacio: al parecer todo estaba tranquilo. No era su objetivo encontrar algún secreto pero algo debía de descubrir. ¿Tiene hijos, esposa, hermanos? ¿Qué más es este hombre? Es increíble que nadie sepa exactamente su vida fuera de la iglesia y si la saben, pues, la tiene bien reservada. Caminó luego hacia la casa donde se hacía la tocada. Los jóvenes se drogaban y una banda tocaba Muster of Puppets de Metallica. Cuando volteó para irse de ahí se encontró de pronto con el pastor. Detenido en la vereda, como sospechando de él. Estaba acompañado de dos muchachos que decían haber sido convertidos gracias a este hombre o gracias a Dios.
  –Hola, ¿eres de esta fiesta? –dijo el pastor señalando la casa de los vecinos.
  Jorge se dio cuenta de que el pastor no lo conocía así que decidió fingir.
  –Sí… Vine un rato a escuchar.
  –No te había visto antes… Pero no creo que deberías estar ahí. No es nada bueno eso. Drogas… alcohol… música prácticamente satánica –al oír esto Jorge sintió nuevamente escalofríos, no supo por qué–. Yo vivo aquí justo… atrás tuyo. Nosotros somos de una iglesia tal vez quisieras pasar un momento. Vamos a tomar un lonche y luego podemos compartirte la palabra. ¿Qué te parece? Sé que te puede parecer aburrido, pero nada es mejor que conocer la palabra del Señor. Si no quieres no te preocupes. En estos tiempos que te inviten a una casa desconocida es prácticamente un… pedido de violación –dijo el pastor tratando de que esa última palabra no suene tan fuerte.
  Jorge dudó por un momento. No le daba buena espina el pastor. Su voz pausada y su mirada suspicaz. Pero finalmente aceptó. Total, para él no era desconocido. Tal vez era un buen hombre.
  –Bueno, está bien. De paso que mis oídos descansan un rato –dijo, tratando de verse rudo.
  El pastor no respondió nada. Solo sonrió como diciéndole: Buena elección. Los chicos que venían con él estaban taciturnos.
  Pasaron. El pastor encendió la luz. Era una casa normal, muy ordenada. Le llamó la atención un gran librero con libros de teología, filosofía, física, biología y muchas obras literarias. Llegó a ver libros de Poe, Baudelaire y otros de pasta muy vieja que no tenían nombre pero que se veían interesantes.
  –Siéntate amigo. Ponte cómodo. Voy a preparar el lonche.
  –Eh… la verdad no quisiera comer. Usted sabe, acabo de venir de la tocada. Aparte comí algo por ahí.
  –¡Ah! Ok. No te preocupes. Comprendo. Ya vuelvo –dijo el pastor y luego se dirigió a los otros chicos–. Muchachos conversen con…
  –Emilio –mintió, Jorge.
  –Con Emilio –dijo con una sonrisa y luego desapareció por un pasadizo.
  Los chicos empezaron a hablar pero entre ellos y de rato en rato le preguntaban a Jorge si estaba de acuerdo en tal cosa o algo por el estilo. Hablaban de la prédica de esa tarde. De sus amigos. Pero luego se quedaban callados por un buen momento. Serenos. O más bien parecían angustiados.
  –¿Y de dónde eres? –preguntó uno de camisa gris.
        Jorge –o Emilio como ahora lo conocían– dudó en contestar y se decidió por mentir.
  –De Los Olivos –Pues vivía por la avenida Arenales.
  –Asu… Un poco lejos.
  El otro chico, que tenía un polo azul oscuro y una mochila entre las piernas, tenía la mirada fija en el suelo. A veces la subía y miraba al de camisa gris. Algo no anda bien, pensaba Jorge. La conversación que le hacía el primer muchacho se notaba muy forzosa. Fingida. Como si lo hiciera para no aburrirlo y que no se vaya. Le entró miedo y quiso pararse e irse pero en ese momento salió el pastor. Colocó las tazas en la mesa y los panes. Se sirvieron los muchachos pero comían con pocas ganas.
  –Entonces, Emilio. Cuéntame ¿Cómo así fuiste a la fiesta de los vecinos?
  –M-mi primo es uno de los que toca en esa banda –mintió.
  –Ah, ya… Sí, esos chicos están locos. Pero en algún momento sé que recapacitarán. Bueno, amigo, yo soy Julio. Pastor de una iglesia que está cerca de aquí. Justo hoy hubo una prédica…
  Las palabras del pastor iban fluyendo y comenzaba a hablarle de Dios. Citaba versículos, anécdotas. Jorge lo escuchaba aunque por ratos se perdía en sus pensamientos. Tal vez se había equivocado juzgándolo. Tal vez sí era un hombre de Dios con un don extraordinario. Si bien él no necesitaba escuchar la palabra porque ya la conocía, igual lo escuchó. Pues este tenía una forma muy buena de explicar. Él seguía hablando. Pero ahora los muchachos que lo acompañaban parecían más angustiados. Como si fueran unos drogadictos que no han consumido por semanas y que saben que su droga está cerca. De pronto a Jorge se le vino un pensamiento: “Si es verdad lo que dicen de que el pastor solo predica a quien lo necesita, que él siente por un medio Divino esa necesidad y pues yo no tengo esa necesidad porque conozco la palabra, o sea, el pastor se está equivocando. Entonces no es verdad nada de lo que dicen. Y ¿quiénes son estos muchachos? Cada vez más inquietos. ¿A dónde me he metido?”.
  El pan casi íntegro estaba en la mesa. El pastor había terminado de hablar y pidió un momento para que pudieran orar. Jorge trató de calmarse, nuevamente le había entrado el miedo. Trataba de mirar todo lo que su mirada podía alcanzar. Se dijo que era una tontería lo que había pensado. Solo pienso estupideces. Soy yo el que necesita que le prediquen. El pastor le pidió que cerrara los ojos para mayor concentración. Jorge hizo caso. Intentó abrirlos pero el hombre, como si fuera un adivino, le dijo que no los abriera y que repitiera la oración. Oración que declamaba fuerte y con potencia. Hace tiempo él ya había pasado por algo parecido en la iglesia. En su momento sentía como alivio, pero ahora tenía miedo. Mientras repetía las palabras y pasaban los minutos, Jorge sentía que nadie estaba a su alrededor. ¿Sería el poder de Dios? Tenía ganas de abrir los ojos. Pero no podía. El pastor empezó a hablar en otra lengua que Jorge nunca había escuchado. Le tocó la cabeza. Sus manos temblaban. Jorge escuchaba pasos. La mochila abriéndose. Los ojos cerrados aún. ¿Quiénes son estos muchachos? Es un hombre de Dios. Predica a quién lo necesita… Respiraciones agitadas. Murmullos. La voz del pastor más fuerte. Retumbaba. Más pasos… De pronto un silencio en la casa. Por fin pudo abrir los ojos. Estaba Julio enfrente. Con una mirada perdida. Como un drogadicto. Se levantaron ambos.
  –Ve, hijo –le dijo con la misma mirada disipada.
  –Ok. Gracias… pastor –dijo Jorge tratando de mirar nuevamente todo lo que podía a su alrededor. Las cosas no estaban normales. Algo le parecía extraño. Algo faltaba. O alguien faltaba. Sin embargo decidió irse. Le dio la mano al pastor, estaba fría. Creo que me he equivocado –dijo antes de voltear. Y justo en ese momento se dio cuenta de quién faltaba y sintió la respiración en su nuca. En ese momento ya era tarde. Una bolsa plástica le cubrió el rostro. Trató de quitársela. Se movió por todos lados. Botó las tazas. Pateó las sillas. Casi llegó hasta la puerta. !Que no escape el sacrificio! El miedo se apoderó totalmente de él al escuchar esa voz gutural provenida del infierno. Escuchaba voces que parecían querer invocar a un demonio. Se vio prácticamente en su fin. Solo veía sombras tratando de apoderarse de él para hacer quién sabe qué con su cuerpo, con su alma. Pensó que hubiera pasado si nunca hubiese ido a esa casa. Si se iba a la suya. Estaría en ese momento juntó a su familia, tranquilo, pero ya era demasiado tarde. La falta de respiración lo desmayó y los monstruos, ya despiertos, comenzaban con su rito nocturno.

El regalo


1

  Ernesto, Javier y Lorenzo estaban en el cuarto, asustados, esperando el griterío y desorden que causaría su madre. Doña Julia estaba ebria y esa era la oportunidad para desahogar toda su frustración y su nostalgia. Ernesto, el mayor, con su endeble cuerpo, cubría a sus dos hermanos. Javier, el segundo, trataba de calmar a Lorenzo, y éste lloraba y temblaba de miedo. La madre abrió la puerta con dificultad y al entrar comenzó a gritar. “¡Carajo, pero que desorden! Pareciera que no hay hijos en esta casa, porque para eso son los hijos, para que sirvan a su pobre madre que todo el día sufre para…”. Doña Julia tropezó con un palo de escoba viejo que estaba tirado en el suelo porque Lorenzo, antes de que su mamá llegara, había jugado a las batallas con Ernesto. Doña Julia enfurecida se incorporó con gran desidia y gritó: “¿¡Quién demonios ha dejado esto en el suelo¡? ¡Pueden matar a su madre! O, ¿eso es lo que quieren? ¿Que también su madre muera?”. Luego de gritar empezó a sollozar. Gritaba frases que salían de lo más profundo de su corazón. Frases en las que nombraba a don Polo, su marido fallecido. Ernesto empezaba a derramar algunas lágrimas. No de miedo, sino de tristeza al oír a su madre llorar desconsoladamente. Al saber que la mujer que un día fue feliz junto a su esposo y sus tres pequeños hijos, ahora busca mitigar su dolor tras litros y litros de alcohol. Alcohol que lograba conseguir con lo que sus hijos ganaban luego de haber trabajado todo el día en la calle. Doña Julia se sentó pesadamente en una silla que había construido don Polo hace como diez años; llorando, con las manos en la cara. “Quédense aquí”, dijo Ernesto, casi susurrando a sus hermanos. Javier y Lorenzo se sentaron callados en la esquina del cuarto. Ernesto caminó despacio, cogió un trapo y lo empapó en agua que había en un balde. Luego lo exprimió y se acercó hacia su madre silenciosamente para limpiarle las heridas que tenía en las manos. Al parecer se había caído. Doña Julia, ya más calmada, sin las manos en el rostro y mirando al suelo, pero con una mirada taciturna, dijo: “dame el dinero Ernesto”, con una voz que casi no se le entendía. “No mami, ya no quiero que tomes. Tienes que dormir”. Doña Julia, vociferó con una voz amenazadora, “te he dicho que me des el dinero ahora, maldita sea”. Ernesto sabía que si no le daba a su mamá el poco dinero que había ganado, recibirían una golpiza, él y sus hermanos. Pero también sabía que si le daba el dinero, su madre podía volver a salir a tomar. Ernesto finalmente sacó de sus bolsillos casi once soles en moneditas de diez, veinte y cincuenta céntimos. Once soles que sólo él ganaba a lo largo del día. Javier y Lorenzo solían sacar juntos cinco y con suerte, seis soles diario. Pero que servían para al menos poder comprar unas galletas y una gaseosa que compartían entre ellos. Aunque algunas veces les vencía las ganas de comprarse unas canicas en el quiosco de Don Antonio. Y si no sacaban nada, Ernesto no comía ni mitad de chancay esa noche.

2

  Ernesto escuchó un día hablar a la vecina María con su hermana, doña Marta, acerca de un día de la madre. “Ay, manita, que pena caramba pero en el día de la madre voy a tener que trabajar en casa de los patrones arreglando la casa para su cena familiar. Voy a estar prisionera ese día”. “Ay, si pues manita. Ese día debe ser para que una sea agasajada y cuidada. Pero yo con el burro de Gilberto que voy a ser cuidada y mucho menos agasajada ¡Ah! Y que ni se acuerde, porque si no va a decir que él es madre para que yo lo trate bien a él. Como si el hubiese parido a sus hijos”. “Ay, que vida manita”. Ernesto al escuchar eso, una sonrisa se dibujó en su rostro. Iría corriendo a contarle a sus hermanos y prometerse entre ellos trabajar duro para poderle comprar un regalo a su madre y que ya no se sienta triste ni llore todas las noches por don Polo. Ernesto salió corriendo, a seguir trabajando.

3

  Pasó una semana desde que Ernesto escuchó a doña María hablar sobre el día de la madre con doña Marta. Había logrado ahorrar con astucia junto a Lorenzo y Javier casi veinte soles, lo necesario para comprarle un buen regalo a su madre. Estaban felices, jamás habían tenido esa cantidad de dinero en sus manos. Lo cuidaban y escondían con mucha cautela. Incluso decidieron no comer ese día nada para no gastar dinero y también llegar temprano a la tienda –ya que por ser el día de la madre muchos esposos tal vez le comprarían regalos a la madre de sus hijos. O tal vez los mismos hijos a sus madres–. Pero don Antonio se había percatado de lo que tramaban los niños y los llamó. “Hey, pequeños, tomen”. Dijo don Antonio alcanzándole un chancay y un yogurt a cada uno. Ernesto, Javier y Lorenzo fueron corriendo a la tienda luego de terminar la cena casi atragantándose y darle las gracias a don Antonio. Al llegar a la tienda, ésta estaba llena de señores y jóvenes bien vestidos que compraban peluches, pequeños cuadros, sortijas, collares, chocolates. El guardia, que era un hombre pícnico que al parecer no se había bañado en varios días, al ver que los pequeños querían entrar corriendo les prohibió la entrada. “Esperen, esperen. No pueden entrar a jugar aquí mocosos”. “Pero vamos a comprar, señor”, dijo Lorenzo apresurado. “Ja, ja, ja. ¿Y cómo sé yo que no quieren robar o pasarse de pendejillos con los clientes? Ya váyanse de aquí chibolos”. Ernesto, Javier y Lorenzo se fueron contrariados, pateando el polvo del suelo. Siguieron caminando y encontraron una pequeña tienda que estaba llena de peluches empolvados, cartas, globos en forma de corazones que decían, feliz día mamá, y que casi estaban desinflados. “Mamá siempre decía cuando tomaba que de pequeña quiso un peluche de osito”, dijo Javier mirando los precios de los peluches. “¡Hey, chiquillos! Si no van a comprar, se retiran por favor”, dijo un joven flaco que parecía cansado y que no había comido bien en días. “No, señor, queremos comprar”. El joven sonrió. “¿Y tienen dinero acaso?”. “Si señor”, dijo Ernesto mostrando el dinero de sus bolsillos. El joven que estaba sentado en una pequeña banca dijo: “Bueno, entonces elijan, pero acá no hay muñecos ni canicas”. “No señor, queremos un peluche para nuestra mamá”. El joven se quedó mirándolos, como si hubiese recordado algo de su pasado luego se levantó de la banca y se puso en cuclillas para estar al nivel de los niños. Los miró con una sonrisa tierna y luego les preguntó: “Bueno, ¿cuál creen ustedes que le gustará a su mami?”. Lorenzo cogió un osito blanco que tenía un corazón entre sus brazos. “¡Este!”, dijo Lorenzo levantando el osito. Ernesto le preguntó al joven, “¿Cuánto cuesta este osito, señor?”, “Éste… –dijo el joven mirando la patita del oso que tenía pegado un sticker– está veinte soles, pero les puedo dejar a quince”. Lorenzo aplaudió emocionado y ahora Javier miraba el peluche. “Y una tarjeta de esas, ¿cuánto cuesta?”. “¿Le quieres escribir una cartita a tu mami?” “Si señor. Una cartita bien bonita para que quede alegre y no lloré más”. El joven lo quedó mirando con murria. “¿Qué te parece si te regalo la cartita?”. Ernesto levantó un pulgar y sonrió. El joven le pidió el osito a Javier. “¿Quieres que lo envuelva?”. “No señor. En una bolsita no más, pero negra la bolsa porque pueden robar”. El joven sonrió y puso el peluche en la atezada bolsa plástica junto a una carta colorida. “Acá está muchachos, vayan con cuidado nomás”, dijo el joven mientras les daba la bolsa con el peluche. “Gracias señor”. “Hasta luego”. “Chaufas”. Ernesto, Javier y Lorenzo salieron de la tienda y se fueron corriendo a su casa. Cuando llegaron no había nadie. Trataron de ordenar el chiquero y esperaron a que su madre llegara. Javier cogió un lápiz y la carta. Luego de unos minutos, con suerte, llegó doña Julia sobria pero cansada. Con los ojos rojos como si hubiese llorado. Sus hijos fueron a paso lento, aun con temor de que su madre los fustigara, pero le dieron el peluche y la carta. Doña Julia al ver que sus hijos le estaban dando un peluche y pedazo de papel escrito y no la plata para que pueda ir a ajumarse, cogió el oso con furia y lo tiró al suelo luego rompió la tarjeta sin piedad enfrente de sus hijos. Ellos al ver que todo su esfuerzo estaba tirado en el suelo y roto en pedazos, lloraron. Más Lorenzo, que creía que su madre los abrazaría y besaría. Sentía que el corazón se le rompía. Que su madre había muerto y que lo que veían era un fantasma maltrecho, melancólico, cansado de envenenar su cuerpo con alcohol. Ernesto y Javier sentían un nudo en la garganta. No había más dinero. Lo habían gastado en chipitaps y en algunos bocados. Sabían que su madre enloquecería. Y así fue. Doña Julia cogió a Ernesto de los hombros y le gritó. “¡Dime que tienes mi dinero, dime que tienes mi dinero!”. Ernesto sólo lloraba. Sentía que sus huesos estaban a punto de romperse. “¡Responde maldito asqueroso!”. Javier llevó a Lorenzo al cuarto y lo escondió debajo de lo que con suerte se podía llamar cama. Luego fue a defender a su hermano mayor, pero doña Julia había perdido la cordura. Su capacidad de razón había desaparecido. La forma vesánica como miraba a sus hijos los aniquilaba. Y con sus golpes dejaba soterrado su dolor, su frustración en la piel de sus hijos. En cada respiro su fuerza aumentaba. Y sus lágrimas caían junto a la de sus hijos que lloraban no por el ardor de las bofetadas, ni por el dolor de los puñetes sino por la pena. La pena que había ido consumiendo día tras día sus corazones. Ernesto luego de minutos de maltrato logró escapar. Al salir de su casa, corrió y corrió, sin parar. Sus lágrimas caían desmesuradamente al igual que la sangre corría por su frente, sus labios y su nariz. Sintió pena dejar a sus hermanos ahí, pero sus piernas no tenían ninguna intención de detenerse.
  Javier luego de recibir un par de golpes entró al cuarto cojeando, casi arrastrándose y cogió a su hermano por el brazo. Lorenzo lloraba y temblaba. Doña Julia gritaba, lloraba y destrozaba la casa. Había encontrado licor bajo la mesa que a duras penas se sostenía. Javier tratando de ocultarse tras unas sillas logró escapar con Lorenzo. Javier cojeaba y sentía un dolor inmenso en el pie que le impedía seguir.  Lorenzo corría más rápido. “Apúrate Javier, rápido”. “Corre Lorenzo, ve donde don Antonio que ahí de seguro está Ernesto. Yo ahorita te alcanzo”. Lorenzo corrió y desapareció tras una multitud de almas diáfanas que circulaban angustiados y con la perversidad en las manos, listos para arranchar la inocencia. Javier quedó sentado en la tierra, gimiendo de dolor. Se sacó el zapato y vio que su pie estaba hinchado, sus uñas sangrando y al tocar su dedo meñique le fue imposible no gritar.

4

La noche llegó junto con el frío, la pena, la angustia y el llanto. Silenciosa se había calado por las ventanas y acompañada de estos despiadados devoradores que con paciencia esperaban victoria sobre un viejo y quebrado corazón. Pero los que no llegaron nunca fueron Ernesto, Javier y Lorenzo. Doña Julia que estaba tirada en el suelo hace muchas horas miró de pronto al oso de peluche y se quedó ahí por un buen rato. Recordó de pronto que de chiquita siempre quiso un osito de peluche y nunca llegó a tenerlo. Siempre veía en las vitrinas osos que eran más grandes que ella y que con los brazos abiertos esperaban abrazarla. Siempre se limitó a tocar el frío y duro vidrio que separaba la ilusión de su realidad. Con un carbón dibujaba la cara de un oso en un pedazo de cartón y en las noches lo abrazaba y lloraba porque sabía que nunca llegaría a tener un oso de peluche de verdad. Que su madre sólo sabía gastar el dinero en droga y alcohol.
  Se levantó lentamente, caminó hacia el oso y lo recogió. Vio que tenía el corazón en su regazo. Recordó a sus hijos ¿dónde estarían ahora? Unas cuantas lágrimas descendían lentamente. A lo lejos, en un rincón vio un pedazo de la carta que había roto. La recogió apresuradamente. Faltaba la otra mitad. La buscó como loca hasta que lo encontró. Unió las dos partes y en la carta, con una letra mal escrita y casi inentendible decía: felis dia mami. ernesto, javier y lorenso te aman ciempre. Dejó caer la carta, guardó el peluche bajo el brazo miró luego la puerta y se dio cuenta de que ya era hora… de otra botella.

Deseo de cumpleaños



“Ahora sé que los deseos de cumpleaños si se cumplen, por fin encontré un final para mi historia…”

  Le había rogado durante toda la semana a Catalina que no me preparara una fiesta de cumpleaños. Pero sabiendo lo terca que era debí imaginar que invitaría a mis amigos para celebrar. En fin, no me quedó otra que aceptar la torta y los regalos.  
  Habían decorado mi casa con algunos globos, y la habían limpiado al extremo. No podía quejarme en ese aspecto. Me habían hecho un gran favor limpiándome la casa.
  –Gracias, muchachos. Gracias en verdad –dije, mientras saludaba a los amigos y a los desconocidos que estaban presente, con una sonrisa fingida.
  Fui a la cocina y saludé a mi esposa –que por cierto estaba hermosísima– con un beso.
  –¡Feliz cumpleaños, mi vida! –dijo Catalina abrazándome y luego me dio mi regalo.
  –Gracias, amor –le di una gran sonrisa y luego un beso. –Bien rebelde eres hasta ahora ¿no?
  –Ay, Gerardo, cuarenta años se cumple solo una vez. Y con más razón se deben celebrar si es que son cuarenta años de esfuerzo, triunfos y glorias. Y el final de tu nuevo libro pronto va a llegar y por fin se publicará.
  –Sí… Tienes razón, mi amor. Y ojalá llegue pronto. Voy al baño, ya vuelvo.
  –A que no adivinas quién está ahí…
  –¿Acaso me habrás contratado a un travesti desnudista?
  Fui hacia el baño y vi que salía Claudio.
  –¡Lo contrataste! –le dije a Catalina riendo.
  –¡Hey, hermano! ¡A los años! –dijo Claudio. Y luego me dio un abrazo fuerte como solía darlos cuando éramos adolescentes. –Feliz cumple pues varón. Cuarenta añasos carajo.
  –Otro con los cuarenta –dije mirando a Catalina. Ella se rió–. Gracias, compadre pero pucha, ahorita quiero mi baño con urgencia.
  –Carajo, uno acá saludando con cariño luego de tiempo y el otro con ganas de cagar –dijo Claudio y luego se rió. –Te espero afuera. Oye luego me cuentas como va el final de esa nueva novela que estás escribiendo… –Cerré la puerta, no le respondí.
  Me mojé la cara y el cabello. Respiré profundo, me miré al espejo, no me sentía bien. No estaba bien. Había mucha gente y de seguro iba a venir más. A algunos casi no los conocía, a otros, desde hace treinta años, como Claudio. Hipócrita, hipócrita mal nacidos.
  –Amor, ¿ya sales? Ha llegado Juan Carlos con su esposa.
  –Sí, ya salgo.
  Me sequé la cara y las manos. Cerré los ojos y volví a respirar. Me miré al espejo nuevamente. Las ojeras eran cada vez más resaltantes. Luego abrí la puerta y me encontré con Catalina.
  –¿Pasa algo, Gerardo? –me dijo con preocupación.
  –Nada ¿Por qué?
  –No sé… Bueno, vamos –dijo, tomándome de la mano y llevándome a la sala.
  Miré su espalda. Estaba más hermosa que nunca. Y se había vestido como solía vestirse cuando teníamos veinte años. Sensual pero prudente a la vez.
  Salí y vi a más gente. Me dio un pequeño mareo. De nuevo respiré profundo.
  –¡Gerardito! ¡Feliz cumple, compadre! Cuare…
  –Ese Gerard ¡Feliz cumple, choche…!
  –¡Gracias, gracias! –dije en voz alta como para que todos me escucharan y cerraran de una vez el pico. Luego saludé a los que recién habían llegado y fui a la mesa a servirme una copa de vino. Eran cuarenta años. Y en mis cuarenta malditos años nunca estuve con tanta gente en mi casa. Ni siquiera cuando cumplí veinticinco. Ese día amigos de la universidad vinieron a celebrar y también Catalina. Desde ese tiempo ya éramos pareja y teníamos planes de contraer nupcias. Pero ese día ella desaparecía por ratos. Yo estaba un poco ebrio. Disfrutaba la fiesta. Reía, bailaba. Me percataba de su ausencia pero no lo tomaba muy importante. “De seguro que está en el baño”, les decía a sus amigas cuando me preguntaban por Cata. Luego aparecía de repente y bailábamos. Sensual como siempre pero prudente a la vez. Claudio me miraba de pronto y levantaba su vaso de cerveza… como brindando por algo. 
  –Bueno ¿quién quiere decir algunas palabras? 
  Desperté de mis recuerdos. Mis amigos estaban a punto de hablar. Decir cosas que admiraban de mí: recuerdos, momentos felices, tristes, anécdotas y un sinfín de cosas aburridas y que en verdad eran estúpidas de evocar. Vi la torta y la velita que decía 40. ¿Por qué no pido mi deseo de una vez y todos se largan? En ese momento me puse a pensar: Son cuarenta años, mi deseo debe ser algo grande, importante. Desde ese instante empecé a buscar en mi mente que podría pedir cuando apague las dos velas. Pero de pronto me desconcentraban los aplausos de la gente. Un amigo de la universidad había terminado de hablar, seguía otro. No me importaba. Yo para disimular sonreía y asentía.
  Pasó casi una hora desde que se pusieron a recordar y a elogiarme. Y ahora seguía el famoso Happy Birthday. Me pusieron en medio del borde de la mesa y luego apagaron las luces. Sólo las velas alumbraban las máscaras de toda la gente. Catalina a mi costado, me miraba y sonreía. Parecía emocionada. Más que yo se podría decir. La gente empezaba a cantar. Desafinados, desentonados, los aplausos en distintos tiempos, una locura total a la que tuve que resignarme a ver y a creer. Pero finalmente había llegado la hora de pedir el deseo.
  –Pide un deseo, Gerardo.
  –¡Pide que me suban el sueldo!
  –¡Pídete unas flacas para mi cumple!
  Pero yo ya lo tenía pensado. Miré a Catalina, ella nuevamente me sonrió. Con ternura. Y entonces recordé a mi madre cuando me decía con una mirada triste:
  –Pide tu deseo hijito.
  –¿Pero de verdad se va a cumplir?
  –Claro que sí hijo.
  Y luego me miraba con dulzura, creyendo en mi inocencia, tratando de engañarme, de estafarme. Pero yo sabía que ningún estúpido deseo se me cumpliría por soplar una vela. Que nunca sería feliz. Así que nunca pedía un deseo. Cerraba mis ojos, soplaba y fingía estar feliz en cada cumpleaños.
  Apagué las velas de un soplido. Todos o casi todos aplaudieron. Algunos me abrazaron. Luego se sentaron y otros se quedaron parados conversando, riendo. Disfrutaban de la música. Otros que no conocía parecían querer su torta y largarse.
  Catalina estaba en la cocina, partía la torta y la servía con ayuda de sus amigas.
  –El pedazo más grande para ti, mi vida.
  –Gracias, preciosa.
  Nuevamente sonrió.
  Me fui a conversar con Alex, un amigo de la universidad que ahora trabajaba conmigo. Me contaba de un hallazgo en su tierra. Cerca a la casa de sus padres, habían encontrado una “mina de oro”. En la parte más interesante se acercó Juan Carlos.
  –¿Gerardo, has visto a Claudio?
  –No, nada. Lo vi comiendo su torta por ahí hace rato.
  –Creo que salió a comprar cerveza.
  –Ya chévere, gracias.
  Juan Carlos salió apresuradamente. Yo volteé y en eso vi los zapatos de Catalina al final de la escalera. Había subido. Ya me parecía extraño. Miré mi reloj.
   –Ya vuelvo, Alex.
   Subí al segundo piso lentamente. Volteé a ver la gente, esa no era mi fiesta. Las luces del pasadizo estaban apagadas al igual que todas las habitaciones. Caminé lento hacia la oficina, estaba abierta. Así a oscuras abrí el cajón y cogí lo que hace mucho tiempo debí y deseaba usar. Salí de ahí y caminé nuevamente por la penumbra. Mientras más me acercaba podía oir ruiditos. Luego distinguí respiraciones agitadas, luego susurros. Llegué hasta la puerta. El ruido se detuvo. Solo la respiración agitada seguía. De pronto recordé cuando conocí a Catalina, en la primera clase del segundo ciclo –en eso momento no pude evitar dejar caer una lágrima–. Nos hicimos amigos gracias a un trabajo que nos dejaron. Luego salíamos a comer o al cine. Luego me di cuenta de que era la mujer de mi vida y que la amaba y que era con ella con quien quería estar el resto de mi vida. Recordé también cuando Claudio, luego de que le presenté a mi futura esposa delante de todos mis conocidos, me dijo que esperaba encontrar alguien como Cata, linda, cariñosa, atenta, inteligente. Yo inocente lo miré y le decía: Ya la encontrarás, broder. Pero no me imaginé en ese momento que ya la había encontrado. Recordé nuevamente ese maldito cumpleaños número veinticinco en la que Cata bailaba conmigo pero que a la vez se reía al ver a Claudio y que él brindaba no por mi cumpleaños ni por mi salud ni por mi maldita felicidad, sino por lo buena que estaba mi novia y que no tuvo la necesidad de casarse ni mantenerla para poder cogérsela. Ellos creían que yo no sabía nada, creían que me engañaban pero yo no era estúpido y cualquiera pensaría que sí lo fui por compartir a mi esposa y esperar tanto tiempo para terminar con esto, pero el sentido de mi vida giraba en escribir una novela. Una maldita novela que empecé a escribir desde que tenía veinticinco años pero que no le encontraba su final. Pero ahora está a punto de finiquitar esta historia. Claudio siempre me preguntaba cuando la iba a terminar y yo le respondía que pronto, era un gran amante de la literatura y también de mi esposa. Sin embargo su pasión lo llevará más allá. Igual Catalina: debes publicar esa novela ya, no sé que esperas. No te preocupes, mi amor, se publicará. Ya no hay mucho que esperar. Pero lamentablemente no podrás leerla. Pero… ¿para qué? si eres tú la protagonista. Eres tú la esencia del final… y ese final, es tu muerte.

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