Labels

martes, 1 de mayo de 2012

El regalo


1

  Ernesto, Javier y Lorenzo estaban en el cuarto, asustados, esperando el griterío y desorden que causaría su madre. Doña Julia estaba ebria y esa era la oportunidad para desahogar toda su frustración y su nostalgia. Ernesto, el mayor, con su endeble cuerpo, cubría a sus dos hermanos. Javier, el segundo, trataba de calmar a Lorenzo, y éste lloraba y temblaba de miedo. La madre abrió la puerta con dificultad y al entrar comenzó a gritar. “¡Carajo, pero que desorden! Pareciera que no hay hijos en esta casa, porque para eso son los hijos, para que sirvan a su pobre madre que todo el día sufre para…”. Doña Julia tropezó con un palo de escoba viejo que estaba tirado en el suelo porque Lorenzo, antes de que su mamá llegara, había jugado a las batallas con Ernesto. Doña Julia enfurecida se incorporó con gran desidia y gritó: “¿¡Quién demonios ha dejado esto en el suelo¡? ¡Pueden matar a su madre! O, ¿eso es lo que quieren? ¿Que también su madre muera?”. Luego de gritar empezó a sollozar. Gritaba frases que salían de lo más profundo de su corazón. Frases en las que nombraba a don Polo, su marido fallecido. Ernesto empezaba a derramar algunas lágrimas. No de miedo, sino de tristeza al oír a su madre llorar desconsoladamente. Al saber que la mujer que un día fue feliz junto a su esposo y sus tres pequeños hijos, ahora busca mitigar su dolor tras litros y litros de alcohol. Alcohol que lograba conseguir con lo que sus hijos ganaban luego de haber trabajado todo el día en la calle. Doña Julia se sentó pesadamente en una silla que había construido don Polo hace como diez años; llorando, con las manos en la cara. “Quédense aquí”, dijo Ernesto, casi susurrando a sus hermanos. Javier y Lorenzo se sentaron callados en la esquina del cuarto. Ernesto caminó despacio, cogió un trapo y lo empapó en agua que había en un balde. Luego lo exprimió y se acercó hacia su madre silenciosamente para limpiarle las heridas que tenía en las manos. Al parecer se había caído. Doña Julia, ya más calmada, sin las manos en el rostro y mirando al suelo, pero con una mirada taciturna, dijo: “dame el dinero Ernesto”, con una voz que casi no se le entendía. “No mami, ya no quiero que tomes. Tienes que dormir”. Doña Julia, vociferó con una voz amenazadora, “te he dicho que me des el dinero ahora, maldita sea”. Ernesto sabía que si no le daba a su mamá el poco dinero que había ganado, recibirían una golpiza, él y sus hermanos. Pero también sabía que si le daba el dinero, su madre podía volver a salir a tomar. Ernesto finalmente sacó de sus bolsillos casi once soles en moneditas de diez, veinte y cincuenta céntimos. Once soles que sólo él ganaba a lo largo del día. Javier y Lorenzo solían sacar juntos cinco y con suerte, seis soles diario. Pero que servían para al menos poder comprar unas galletas y una gaseosa que compartían entre ellos. Aunque algunas veces les vencía las ganas de comprarse unas canicas en el quiosco de Don Antonio. Y si no sacaban nada, Ernesto no comía ni mitad de chancay esa noche.

2

  Ernesto escuchó un día hablar a la vecina María con su hermana, doña Marta, acerca de un día de la madre. “Ay, manita, que pena caramba pero en el día de la madre voy a tener que trabajar en casa de los patrones arreglando la casa para su cena familiar. Voy a estar prisionera ese día”. “Ay, si pues manita. Ese día debe ser para que una sea agasajada y cuidada. Pero yo con el burro de Gilberto que voy a ser cuidada y mucho menos agasajada ¡Ah! Y que ni se acuerde, porque si no va a decir que él es madre para que yo lo trate bien a él. Como si el hubiese parido a sus hijos”. “Ay, que vida manita”. Ernesto al escuchar eso, una sonrisa se dibujó en su rostro. Iría corriendo a contarle a sus hermanos y prometerse entre ellos trabajar duro para poderle comprar un regalo a su madre y que ya no se sienta triste ni llore todas las noches por don Polo. Ernesto salió corriendo, a seguir trabajando.

3

  Pasó una semana desde que Ernesto escuchó a doña María hablar sobre el día de la madre con doña Marta. Había logrado ahorrar con astucia junto a Lorenzo y Javier casi veinte soles, lo necesario para comprarle un buen regalo a su madre. Estaban felices, jamás habían tenido esa cantidad de dinero en sus manos. Lo cuidaban y escondían con mucha cautela. Incluso decidieron no comer ese día nada para no gastar dinero y también llegar temprano a la tienda –ya que por ser el día de la madre muchos esposos tal vez le comprarían regalos a la madre de sus hijos. O tal vez los mismos hijos a sus madres–. Pero don Antonio se había percatado de lo que tramaban los niños y los llamó. “Hey, pequeños, tomen”. Dijo don Antonio alcanzándole un chancay y un yogurt a cada uno. Ernesto, Javier y Lorenzo fueron corriendo a la tienda luego de terminar la cena casi atragantándose y darle las gracias a don Antonio. Al llegar a la tienda, ésta estaba llena de señores y jóvenes bien vestidos que compraban peluches, pequeños cuadros, sortijas, collares, chocolates. El guardia, que era un hombre pícnico que al parecer no se había bañado en varios días, al ver que los pequeños querían entrar corriendo les prohibió la entrada. “Esperen, esperen. No pueden entrar a jugar aquí mocosos”. “Pero vamos a comprar, señor”, dijo Lorenzo apresurado. “Ja, ja, ja. ¿Y cómo sé yo que no quieren robar o pasarse de pendejillos con los clientes? Ya váyanse de aquí chibolos”. Ernesto, Javier y Lorenzo se fueron contrariados, pateando el polvo del suelo. Siguieron caminando y encontraron una pequeña tienda que estaba llena de peluches empolvados, cartas, globos en forma de corazones que decían, feliz día mamá, y que casi estaban desinflados. “Mamá siempre decía cuando tomaba que de pequeña quiso un peluche de osito”, dijo Javier mirando los precios de los peluches. “¡Hey, chiquillos! Si no van a comprar, se retiran por favor”, dijo un joven flaco que parecía cansado y que no había comido bien en días. “No, señor, queremos comprar”. El joven sonrió. “¿Y tienen dinero acaso?”. “Si señor”, dijo Ernesto mostrando el dinero de sus bolsillos. El joven que estaba sentado en una pequeña banca dijo: “Bueno, entonces elijan, pero acá no hay muñecos ni canicas”. “No señor, queremos un peluche para nuestra mamá”. El joven se quedó mirándolos, como si hubiese recordado algo de su pasado luego se levantó de la banca y se puso en cuclillas para estar al nivel de los niños. Los miró con una sonrisa tierna y luego les preguntó: “Bueno, ¿cuál creen ustedes que le gustará a su mami?”. Lorenzo cogió un osito blanco que tenía un corazón entre sus brazos. “¡Este!”, dijo Lorenzo levantando el osito. Ernesto le preguntó al joven, “¿Cuánto cuesta este osito, señor?”, “Éste… –dijo el joven mirando la patita del oso que tenía pegado un sticker– está veinte soles, pero les puedo dejar a quince”. Lorenzo aplaudió emocionado y ahora Javier miraba el peluche. “Y una tarjeta de esas, ¿cuánto cuesta?”. “¿Le quieres escribir una cartita a tu mami?” “Si señor. Una cartita bien bonita para que quede alegre y no lloré más”. El joven lo quedó mirando con murria. “¿Qué te parece si te regalo la cartita?”. Ernesto levantó un pulgar y sonrió. El joven le pidió el osito a Javier. “¿Quieres que lo envuelva?”. “No señor. En una bolsita no más, pero negra la bolsa porque pueden robar”. El joven sonrió y puso el peluche en la atezada bolsa plástica junto a una carta colorida. “Acá está muchachos, vayan con cuidado nomás”, dijo el joven mientras les daba la bolsa con el peluche. “Gracias señor”. “Hasta luego”. “Chaufas”. Ernesto, Javier y Lorenzo salieron de la tienda y se fueron corriendo a su casa. Cuando llegaron no había nadie. Trataron de ordenar el chiquero y esperaron a que su madre llegara. Javier cogió un lápiz y la carta. Luego de unos minutos, con suerte, llegó doña Julia sobria pero cansada. Con los ojos rojos como si hubiese llorado. Sus hijos fueron a paso lento, aun con temor de que su madre los fustigara, pero le dieron el peluche y la carta. Doña Julia al ver que sus hijos le estaban dando un peluche y pedazo de papel escrito y no la plata para que pueda ir a ajumarse, cogió el oso con furia y lo tiró al suelo luego rompió la tarjeta sin piedad enfrente de sus hijos. Ellos al ver que todo su esfuerzo estaba tirado en el suelo y roto en pedazos, lloraron. Más Lorenzo, que creía que su madre los abrazaría y besaría. Sentía que el corazón se le rompía. Que su madre había muerto y que lo que veían era un fantasma maltrecho, melancólico, cansado de envenenar su cuerpo con alcohol. Ernesto y Javier sentían un nudo en la garganta. No había más dinero. Lo habían gastado en chipitaps y en algunos bocados. Sabían que su madre enloquecería. Y así fue. Doña Julia cogió a Ernesto de los hombros y le gritó. “¡Dime que tienes mi dinero, dime que tienes mi dinero!”. Ernesto sólo lloraba. Sentía que sus huesos estaban a punto de romperse. “¡Responde maldito asqueroso!”. Javier llevó a Lorenzo al cuarto y lo escondió debajo de lo que con suerte se podía llamar cama. Luego fue a defender a su hermano mayor, pero doña Julia había perdido la cordura. Su capacidad de razón había desaparecido. La forma vesánica como miraba a sus hijos los aniquilaba. Y con sus golpes dejaba soterrado su dolor, su frustración en la piel de sus hijos. En cada respiro su fuerza aumentaba. Y sus lágrimas caían junto a la de sus hijos que lloraban no por el ardor de las bofetadas, ni por el dolor de los puñetes sino por la pena. La pena que había ido consumiendo día tras día sus corazones. Ernesto luego de minutos de maltrato logró escapar. Al salir de su casa, corrió y corrió, sin parar. Sus lágrimas caían desmesuradamente al igual que la sangre corría por su frente, sus labios y su nariz. Sintió pena dejar a sus hermanos ahí, pero sus piernas no tenían ninguna intención de detenerse.
  Javier luego de recibir un par de golpes entró al cuarto cojeando, casi arrastrándose y cogió a su hermano por el brazo. Lorenzo lloraba y temblaba. Doña Julia gritaba, lloraba y destrozaba la casa. Había encontrado licor bajo la mesa que a duras penas se sostenía. Javier tratando de ocultarse tras unas sillas logró escapar con Lorenzo. Javier cojeaba y sentía un dolor inmenso en el pie que le impedía seguir.  Lorenzo corría más rápido. “Apúrate Javier, rápido”. “Corre Lorenzo, ve donde don Antonio que ahí de seguro está Ernesto. Yo ahorita te alcanzo”. Lorenzo corrió y desapareció tras una multitud de almas diáfanas que circulaban angustiados y con la perversidad en las manos, listos para arranchar la inocencia. Javier quedó sentado en la tierra, gimiendo de dolor. Se sacó el zapato y vio que su pie estaba hinchado, sus uñas sangrando y al tocar su dedo meñique le fue imposible no gritar.

4

La noche llegó junto con el frío, la pena, la angustia y el llanto. Silenciosa se había calado por las ventanas y acompañada de estos despiadados devoradores que con paciencia esperaban victoria sobre un viejo y quebrado corazón. Pero los que no llegaron nunca fueron Ernesto, Javier y Lorenzo. Doña Julia que estaba tirada en el suelo hace muchas horas miró de pronto al oso de peluche y se quedó ahí por un buen rato. Recordó de pronto que de chiquita siempre quiso un osito de peluche y nunca llegó a tenerlo. Siempre veía en las vitrinas osos que eran más grandes que ella y que con los brazos abiertos esperaban abrazarla. Siempre se limitó a tocar el frío y duro vidrio que separaba la ilusión de su realidad. Con un carbón dibujaba la cara de un oso en un pedazo de cartón y en las noches lo abrazaba y lloraba porque sabía que nunca llegaría a tener un oso de peluche de verdad. Que su madre sólo sabía gastar el dinero en droga y alcohol.
  Se levantó lentamente, caminó hacia el oso y lo recogió. Vio que tenía el corazón en su regazo. Recordó a sus hijos ¿dónde estarían ahora? Unas cuantas lágrimas descendían lentamente. A lo lejos, en un rincón vio un pedazo de la carta que había roto. La recogió apresuradamente. Faltaba la otra mitad. La buscó como loca hasta que lo encontró. Unió las dos partes y en la carta, con una letra mal escrita y casi inentendible decía: felis dia mami. ernesto, javier y lorenso te aman ciempre. Dejó caer la carta, guardó el peluche bajo el brazo miró luego la puerta y se dio cuenta de que ya era hora… de otra botella.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Datos personales

Mi foto
"Tienen mejores cosas que hacer que saber que existo".