1
Ernesto,
Javier y Lorenzo estaban en el cuarto, asustados, esperando el griterío y
desorden que causaría su madre. Doña Julia estaba ebria y esa era la
oportunidad para desahogar toda su frustración y su nostalgia. Ernesto, el
mayor, con su endeble cuerpo, cubría a sus dos hermanos. Javier, el segundo,
trataba de calmar a Lorenzo, y éste lloraba y temblaba de miedo. La madre abrió
la puerta con dificultad y al entrar comenzó a gritar. “¡Carajo, pero que
desorden! Pareciera que no hay hijos en esta casa, porque para eso son los
hijos, para que sirvan a su pobre madre que todo el día sufre para…”. Doña
Julia tropezó con un palo de escoba viejo que estaba tirado en el suelo porque
Lorenzo, antes de que su mamá llegara, había jugado a las batallas con Ernesto.
Doña Julia enfurecida se incorporó con gran desidia y gritó: “¿¡Quién demonios
ha dejado esto en el suelo¡? ¡Pueden matar a su madre! O, ¿eso es lo que
quieren? ¿Que también su madre muera?”. Luego de gritar empezó a sollozar.
Gritaba frases que salían de lo más profundo de su corazón. Frases en las que
nombraba a don Polo, su marido fallecido. Ernesto empezaba a derramar algunas
lágrimas. No de miedo, sino de tristeza al oír a su madre llorar
desconsoladamente. Al saber que la mujer que un día fue feliz junto a su esposo
y sus tres pequeños hijos, ahora busca mitigar su dolor tras litros y litros de
alcohol. Alcohol que lograba conseguir con lo que sus hijos ganaban luego de
haber trabajado todo el día en la calle. Doña Julia se sentó pesadamente en una
silla que había construido don Polo hace como diez años; llorando, con las
manos en la cara. “Quédense aquí”, dijo Ernesto, casi susurrando a sus
hermanos. Javier y Lorenzo se sentaron callados en la esquina del cuarto.
Ernesto caminó despacio, cogió un trapo y lo empapó en agua que había en un
balde. Luego lo exprimió y se acercó hacia su madre silenciosamente para
limpiarle las heridas que tenía en las manos. Al parecer se había caído. Doña
Julia, ya más calmada, sin las manos en el rostro y mirando al suelo, pero con
una mirada taciturna, dijo: “dame el dinero Ernesto”, con una voz que casi no
se le entendía. “No mami, ya no quiero que tomes. Tienes que dormir”. Doña
Julia, vociferó con una voz amenazadora, “te he dicho que me des el dinero ahora,
maldita sea”. Ernesto sabía que si no le daba a su mamá el poco dinero que había
ganado, recibirían una golpiza, él y sus hermanos. Pero también sabía que si le
daba el dinero, su madre podía volver a salir a tomar. Ernesto finalmente sacó
de sus bolsillos casi once soles en moneditas de diez, veinte y cincuenta
céntimos. Once soles que sólo él ganaba a lo largo del día. Javier y Lorenzo
solían sacar juntos cinco y con suerte, seis soles diario. Pero que servían
para al menos poder comprar unas galletas y una gaseosa que compartían entre
ellos. Aunque algunas veces les vencía las ganas de comprarse unas canicas en
el quiosco de Don Antonio. Y si no sacaban nada, Ernesto no comía ni mitad de
chancay esa noche.
2
Ernesto
escuchó un día hablar a la vecina María con su hermana, doña Marta, acerca de
un día de la madre. “Ay, manita, que pena caramba pero en el día de la madre
voy a tener que trabajar en casa de los patrones arreglando la casa para su
cena familiar. Voy a estar prisionera ese día”. “Ay, si pues manita. Ese día
debe ser para que una sea agasajada y cuidada. Pero yo con el burro de Gilberto
que voy a ser cuidada y mucho menos agasajada ¡Ah! Y que ni se acuerde, porque
si no va a decir que él es madre para que yo lo trate bien a él. Como si el
hubiese parido a sus hijos”. “Ay, que vida manita”. Ernesto al escuchar eso,
una sonrisa se dibujó en su rostro. Iría corriendo a contarle a sus hermanos y
prometerse entre ellos trabajar duro para poderle comprar un regalo a su madre
y que ya no se sienta triste ni llore todas las noches por don Polo. Ernesto salió
corriendo, a seguir trabajando.
3
Pasó una semana desde que Ernesto escuchó a doña María hablar sobre el
día de la madre con doña Marta. Había logrado ahorrar con astucia junto a
Lorenzo y Javier casi veinte soles, lo necesario para comprarle un buen regalo
a su madre. Estaban felices, jamás habían tenido esa cantidad de dinero en sus
manos. Lo cuidaban y escondían con mucha cautela. Incluso decidieron no comer
ese día nada para no gastar dinero y también llegar temprano a la tienda –ya
que por ser el día de la madre muchos esposos tal vez le comprarían regalos a
la madre de sus hijos. O tal vez los mismos hijos a sus madres–. Pero don
Antonio se había percatado de lo que tramaban los niños y los llamó. “Hey,
pequeños, tomen”. Dijo don Antonio alcanzándole un chancay y un yogurt a cada
uno. Ernesto, Javier y Lorenzo fueron corriendo a la tienda luego de terminar
la cena casi atragantándose y darle las gracias a don Antonio. Al llegar a la
tienda, ésta estaba llena de señores y jóvenes bien vestidos que compraban
peluches, pequeños cuadros, sortijas, collares, chocolates. El guardia, que era
un hombre pícnico que al parecer no se había bañado en varios días, al ver que
los pequeños querían entrar corriendo les prohibió la entrada. “Esperen,
esperen. No pueden entrar a jugar aquí mocosos”. “Pero vamos a comprar, señor”,
dijo Lorenzo apresurado. “Ja, ja, ja. ¿Y cómo sé yo que no quieren robar o
pasarse de pendejillos con los clientes? Ya váyanse de aquí chibolos”. Ernesto,
Javier y Lorenzo se fueron contrariados, pateando el polvo del suelo. Siguieron
caminando y encontraron una pequeña tienda que estaba llena de peluches
empolvados, cartas, globos en forma de corazones que decían, feliz día mamá, y que casi estaban
desinflados. “Mamá siempre decía cuando tomaba que de pequeña quiso un peluche
de osito”, dijo Javier mirando los precios de los peluches. “¡Hey, chiquillos!
Si no van a comprar, se retiran por favor”, dijo un joven flaco que parecía cansado
y que no había comido bien en días. “No, señor, queremos comprar”. El joven
sonrió. “¿Y tienen dinero acaso?”. “Si señor”, dijo Ernesto mostrando el dinero
de sus bolsillos. El joven que estaba sentado en una pequeña banca dijo:
“Bueno, entonces elijan, pero acá no hay muñecos ni canicas”. “No señor,
queremos un peluche para nuestra mamá”. El joven se quedó mirándolos, como si
hubiese recordado algo de su pasado luego se levantó de la banca y se puso en
cuclillas para estar al nivel de los niños. Los miró con una sonrisa tierna y
luego les preguntó: “Bueno, ¿cuál creen ustedes que le gustará a su mami?”.
Lorenzo cogió un osito blanco que tenía un corazón entre sus brazos. “¡Este!”,
dijo Lorenzo levantando el osito. Ernesto le preguntó al joven, “¿Cuánto cuesta
este osito, señor?”, “Éste… –dijo el joven mirando la patita del oso que tenía
pegado un sticker– está veinte soles, pero les puedo dejar a quince”. Lorenzo
aplaudió emocionado y ahora Javier miraba el peluche. “Y una tarjeta de esas,
¿cuánto cuesta?”. “¿Le quieres escribir una cartita a tu mami?” “Si señor. Una
cartita bien bonita para que quede alegre y no lloré más”. El joven lo quedó
mirando con murria. “¿Qué te parece si te regalo la cartita?”. Ernesto levantó
un pulgar y sonrió. El joven le pidió el osito a Javier. “¿Quieres que lo
envuelva?”. “No señor. En una bolsita no más, pero negra la bolsa porque pueden
robar”. El joven sonrió y puso el peluche en la atezada bolsa plástica junto a
una carta colorida. “Acá está muchachos, vayan con cuidado nomás”, dijo el
joven mientras les daba la bolsa con el peluche. “Gracias señor”. “Hasta luego”.
“Chaufas”. Ernesto, Javier y Lorenzo salieron de la tienda y se fueron
corriendo a su casa. Cuando llegaron no había nadie. Trataron de ordenar el
chiquero y esperaron a que su madre llegara. Javier cogió un lápiz y la carta.
Luego de unos minutos, con suerte, llegó doña Julia sobria pero cansada. Con
los ojos rojos como si hubiese llorado. Sus hijos fueron a paso lento, aun con
temor de que su madre los fustigara, pero le dieron el peluche y la carta. Doña
Julia al ver que sus hijos le estaban dando un peluche y pedazo de papel
escrito y no la plata para que pueda ir a ajumarse, cogió el oso con furia y lo
tiró al suelo luego rompió la tarjeta sin piedad enfrente de sus hijos. Ellos
al ver que todo su esfuerzo estaba tirado en el suelo y roto en pedazos,
lloraron. Más Lorenzo, que creía que su madre los abrazaría y besaría. Sentía
que el corazón se le rompía. Que su madre había muerto y que lo que veían era
un fantasma maltrecho, melancólico, cansado de envenenar su cuerpo con alcohol.
Ernesto y Javier sentían un nudo en la garganta. No había más dinero. Lo habían
gastado en chipitaps y en algunos bocados. Sabían que su madre enloquecería. Y
así fue. Doña Julia cogió a Ernesto de los hombros y le gritó. “¡Dime que
tienes mi dinero, dime que tienes mi dinero!”. Ernesto sólo lloraba. Sentía que
sus huesos estaban a punto de romperse. “¡Responde maldito asqueroso!”. Javier
llevó a Lorenzo al cuarto y lo escondió debajo de lo que con suerte se podía
llamar cama. Luego fue a defender a su hermano mayor, pero doña Julia había
perdido la cordura. Su capacidad de razón había desaparecido. La forma vesánica
como miraba a sus hijos los aniquilaba. Y con sus golpes dejaba soterrado su
dolor, su frustración en la piel de sus hijos. En cada respiro su fuerza
aumentaba. Y sus lágrimas caían junto a la de sus hijos que lloraban no por el ardor
de las bofetadas, ni por el dolor de los puñetes sino por la pena. La pena que
había ido consumiendo día tras día sus corazones. Ernesto luego de minutos de
maltrato logró escapar. Al salir de su casa, corrió y corrió, sin parar. Sus
lágrimas caían desmesuradamente al igual que la sangre corría por su frente,
sus labios y su nariz. Sintió pena dejar a sus hermanos ahí, pero sus piernas
no tenían ninguna intención de detenerse.
Javier
luego de recibir un par de golpes entró al cuarto cojeando, casi arrastrándose
y cogió a su hermano por el brazo. Lorenzo lloraba y temblaba. Doña Julia gritaba,
lloraba y destrozaba la casa. Había encontrado licor bajo la mesa que a duras
penas se sostenía. Javier tratando de ocultarse tras unas sillas logró escapar
con Lorenzo. Javier cojeaba y sentía un dolor inmenso en el pie que le impedía
seguir. Lorenzo corría más rápido.
“Apúrate Javier, rápido”. “Corre Lorenzo, ve donde don Antonio que ahí de
seguro está Ernesto. Yo ahorita te alcanzo”. Lorenzo corrió y desapareció tras una multitud
de almas diáfanas que circulaban angustiados y con la perversidad en las manos,
listos para arranchar la inocencia. Javier quedó sentado en la tierra, gimiendo de dolor. Se sacó el zapato
y vio que su pie estaba hinchado, sus uñas sangrando y al tocar su dedo meñique
le fue imposible no gritar.
4
La noche llegó junto con el frío, la pena,
la angustia y el llanto. Silenciosa se había calado por las ventanas y acompañada de estos
despiadados devoradores que con paciencia esperaban victoria sobre un viejo y
quebrado corazón. Pero los que
no llegaron nunca fueron Ernesto, Javier y Lorenzo. Doña Julia que estaba
tirada en el suelo hace muchas horas miró de pronto al oso de peluche y se
quedó ahí por un buen rato. Recordó de pronto que de chiquita siempre quiso un
osito de peluche y nunca llegó a tenerlo. Siempre veía en las vitrinas osos que
eran más grandes que ella y que con los brazos abiertos esperaban abrazarla. Siempre se limitó a tocar el
frío y duro vidrio que separaba la ilusión de su realidad. Con un carbón dibujaba la cara de un oso en
un pedazo de cartón y en las noches lo abrazaba y lloraba porque sabía que
nunca llegaría a tener un oso de peluche de verdad. Que su madre sólo sabía
gastar el dinero en droga y alcohol.
Se
levantó lentamente, caminó hacia el oso y lo recogió. Vio que tenía el corazón
en su regazo. Recordó a sus hijos ¿dónde estarían ahora? Unas cuantas lágrimas
descendían lentamente. A lo lejos, en un rincón vio un pedazo de la carta que había
roto. La recogió apresuradamente. Faltaba la otra mitad. La buscó como loca
hasta que lo encontró. Unió las dos partes y en la carta, con una letra mal
escrita y casi inentendible decía: felis
dia mami. ernesto, javier y lorenso te aman ciempre. Dejó caer la carta,
guardó el peluche bajo el brazo miró
luego la puerta y se dio cuenta de que ya era hora… de otra botella.
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